Eran nubes

 Me había acostumbrado a esquivar las caricias del tiempo, los regalos inútiles del mundo, y en los minutos que pasaban nada podía librarme del día. Fue cuando visité El campo por primera vez que desperté afuera del mundo. Allá no había día, el tiempo era en sí mismo, como un lago eterno.
 La mañana del doce de junio del 2008 lo habité por primera vez y apenas pude plasmarlo en el cuaderno verde que tengo guardado en la mesa de luz, donde usualmente escribía poemas de aficionado y cuentos inconclusos. Las palabras no brillaron, tampoco fueron claras, todavía necesitaba despabilarme un poco para poder escribir líneas coherentes.

Nadie. El pasto me abraza, no hay después.          

 En ese momento no existió ninguna revelación significativa, mi vida transitaba sus horas de manera indiferente, el viaje no se había modificado, al menos en la superficie todo se veía normal (en el único sentido de la palabra “normal”, el negativo) todo seguía siendo prácticamente lo mismo pero con una leve molestia, una inexpresable molestia que nacía a pasos invisibles.

 Con el pasar de los días noté que me sentía considerablemente más liviano, al caminar mis extremidades inferiores casi no ejercían fuerza alguna, como si un viento constante me impulsara hacia mi destino, había hecho un tiempo en mis ocupaciones para pesarme en la farmacia que está cruzando la calle pero la balanza desmintió cualquier sospecha de una disminución de masa corporal. Había despertado cansado esa mañana, no había podido anotarlo en el diario, ese día en El campo había recorrido miles de kilómetros, me preguntaba si dicha experiencia tenía que ver con mis sensaciones y si las acciones que sucedían allí tenían consecuencia en la realidad que vivía. En mi sueño mi velocidad era drástica y mi peso corporal casi nulo, podía transportarme casi inmediatamente a distancias enormes, algo de esa liviandad había sobrevivido en mi cuerpo durante esos días.

 La segunda experiencia ocurrió aproximadamente un mes después, justo una semana luego de que me anunciaran el despido en la fábrica donde malgastaba horas diariamente. Esta vez ocurrió durante una de las siestas que me había empezado a permitir como flamante desocupado momentáneamente remunerado. Las palabras que pude rescatar de aquel lugar conducían a interpretaciones un poco más definidas, o al menos eso pensé en aquel momento.

Flotar. Pulso vacío desatando el miedo.

 Me había despertado totalmente mojado por el sudor y mis ojos difícilmente podían hacer foco en algo concreto, tenía la vista nublada como si hubiese estado usando lentes con un aumento exagerado, las sensaciones eran demasiado contradictorias como para apresurar conjeturas. Me senté en el borde de la cama e intenté recordar las imágenes, lo único que vi fue una fotografía en movimiento desde lo alto de un campo tan amplio que me asustaba. De pronto noté algo que me dejó la boca seca y los ojos abiertos: mi corazón no latía. Para cuando llegaron los doctores mi cuerpo casi había vuelto a la normalidad, pero esos minutos donde no pude sentir mi sangre circular fueron exasperantes y el terror que sentí tardó en desvanecerse un largo tiempo.

El mensaje debía tener una relación, Flotar. Pulso vacío desatando el miedo. Mi pulso había desaparecido, la imagen panorámica que visualicé en el sueño como tomada desde arriba me daban indicios de que hubiese flotado, en aquel lapso que pasé en El campo el miedo era nulo (había sido desatado), al despertar estaba allí nuevamente.
 En El campo no tengo pulso, interpreté, mi cuerpo esta vez permaneció un tiempo más en ese estado, aun despierto. ¿Estuve muerto y había regresado a la vida? ¿La ausencia de pulso significaba la muerte, como lo creí siempre, o significaba la vida?
Según los doctores solo fue una baja de presión, me recomendaron enfáticamente conseguir un trabajo, salir de casa y tener un cuidado más delicado a la hora de elegir los alimentos. Aun mi memoria no me ayudaba lo necesario, solo lograba conseguir pistas aisladas y deducciones a posteriori que, con esfuerzo, resultaban en ideas algo solidas sobre lo ocurrido en ese quiebre temporal al que empecé a llamar El campo.

Sabía que mi denominación era inexacta, porque no era un lugar concretamente, era un no-lugar, del cual no conocía más que el pasto que antes describí. ¿Por qué no podía recordar más de ese no-lugar, al cual ya había asistido dos veces? Algo me impedía ver más allá del pasto y del verde claro. Eran nubes. No había despertado sudado, había despertado mojado por la lluvia, la vista nublada lo confirmaba. Pensaba en que si solo hubiese podido espantar las nubosidades para observar El campo más detalladamente, tendría una idea más clara del fenómeno atemporal que presencié. Analizaba constantemente las posibilidades de que la soledad me hubiese estado volviendo loco, la misma soledad que me impedía conocer un segundo punto de vista de los hechos y que libraba todo a mi juicio e interpretación acerca de lo ocurrido.

 Durante el periodo siguiente, aturdido por el terror que permanecía dentro mío, me dediqué exclusivamente a mejorar mi salud y estado físico, así como de conseguir un trabajo que ordene mi calendario y una rutina apropiada para mi metabolismo en shock. Empecé a trabajar en una librería donde no me pagaban bien, pero tenía tiempo de sobra para escribir mis asuntos en el cuaderno verde y tratar de entender aquello por lo que estaba atravesando, en mi día a día se empezaron a filtrar hábitos relacionados al ejercicio físico y a la buena alimentación. El campo era ya lejano, como si hubiese sucedido en otra vida, o en una película que había visto hace mucho a medio dormir. La soledad fue medianamente suprimida al encontrarme con clientes a menudo, también el hecho de vincularme activamente con un círculo de lectores y personas destacadas del ámbito literario pudo descomprimir mis ansias de escapar de aquel mundo monótono al cual pertenecía un tiempo atrás.

 El primer fin de semana de agosto del 2010, alrededor de dos años después de mí primera experiencia, murió mi hermano Ramiro. Su lucha había sido tan extensa como el dolor que ella me provocaba, el cáncer nacía con más fuerza cada vez que parecía morir y él siempre elegía eliminarlo mediante el tratamiento aún bajo los más altos grados de sufrimiento. La semana previa a su partida las drogas que le suministraban llegaron al nivel de dosis más alto y sus alucinaciones se volvieron un problema a la hora de comunicarse con él. En ocasiones me quedaba solo en la habitación del hospital en horas de la noche, Ramiro me hablaba largamente del silencio y cuando yo intentaba responderle él no podía escucharme y seguía hablando. Interrumpir sus psicodélicos monólogos era imposible, sus parpados abiertos dejaban al descubierto que el miraba otro sitio, sus ojos no estaban en esa sala de hospital.

 Ramiro era mi único hermano y el menor, sin duda el más virtuoso de los dos y el primer y único egresado del sistema universitario de esta familia. Con cuatro novelas publicadas y un título en Letras clásicas de la Universidad de La Plata, mi hermano, era todo lo que yo no había podido ser, era el reflejo constante de una realidad que pudo haber sido la mía. Aun así éramos las dos caras de una misma moneda, mi influencia en él fue decisiva y su vida era un motor principal que mantenía la mía encendida. Hablábamos por teléfono sobre autores y libros hasta tarde, con discusiones sobre el romanticismo y sus consecuencias, batallas que podían volverse recurrentes. Las disputas a veces tenían un trasfondo estético, él como gran amante del surrealismo francés y yo como un asiduo lector del género fantástico y sus exponentes Latinoamericanos. Aun así en mí haber poseía el recurso definitivo para ganar cualquier tipo de enredo intelectual: le recordaba que sus primeros libros fueron los que yo le regalé, al escuchar la contundencia de mi argumento él automáticamente me daba la razón y reía, su amor hacia esos años de iniciación era inabarcable, le había regalado una novela corta sobre dos hermanos “Los ojos del perro siberiano”, un libro que había sido muy importante para mí y que lo fue luego para él.

 Últimamente no habíamos estado en contacto. Desde la muerte de nuestro padre la relación se había vuelto intermitente y eran aisladas las ocasiones donde nos encontrábamos envueltos en alguna charla sobre literatura o política. La soledad era nuestra aliada más peligrosa, los dos huérfanos, él separado recientemente de su segunda mujer la famosa guionista Eliana Martel, y yo lejos de casi todos, la muerte de papá nos había sacudido de un modo estrepitoso y nos volvió seres distantes uno del otro.
 Yo desde luego que había leído sus cuatros novelas, pensaba que en sus libros las tramas eran una excusa perfecta para desplegar dibujos poéticos y recursos metafóricos de los más variados. Sus personajes eran una mixtura indefinida de intenciones y las personalidades de ellos rara vez develadas del todo. Ramiro lograba que el lector sea un manojo de especulaciones, pero también lo enamoraba con pasajes de alta concentración de lirismo.

 En la última noche de internación en el hospital sus alucinaciones acariciaban a Artaud, me habló de los cipreses y del baile de los hambrientos, recitó conjuros desconocidos y agradeció a las deidades de la ciudad que vivían dentro del cemento frío. Los fuertes medicamentos habían desenredado una zona de su alma tan maravillosa que había desplazado como causa principal de mis lágrimas al dolor de estar perdiéndolo. Sus palabras me hacían llorar como  un poema desnudo, mi llanto nacía tanto de la admiración por lo sublime de tal acontecimiento como del amor extremo que me provocaba tal escena milagrosa.

 Me miro con decisión, como recobrando la cordura. La habitación hizo silencio junto a mí, nunca nada me había parecido tan quieto como ese cuarto de hospital. Tuve la leve sensación de que iban a ser sus últimas palabras, supe que él sabía que decir en ese preciso momento desde el día que le regalé “Los ojos del perro siberiano” en esa habitación infantil y colorida tan distinta a la que nos acompañaba allí en ese momento. El temblaba y lloraba. Sostuve su rostro inundado de ruidos ausentes, sequé las lágrimas que emergían de sus ojos como besos, mis manos se fundían en él y detrás de esos ojos: mareas, enormes cantidades de agua negra que lograban distraerme.
-         Las nubes se alejaron hace tiempo, detrás de ellas puedo ver todo el océano y todas las ciudades. El verde fue solo un beso de la eternidad, lo demás es el alma en contacto con el amor, como si todo lo desconocido se hiciese presente continuamente. La piel y el sonido se desvanecen, es la música libre del aire lo que me envuelve ahora, cerrar y abrir los ojos no presenta diferencia, todo es un movimiento estático.
-         Estoy a tu lado. – le susurré. Todo va a estar bien hermanito, pronto vamos a estar tomando unos mates en casa y hablando un poco de libros.

 Los aparatos conectados a él alertaron al personal médico con ruidos y señales, las enfermeras me pidieron que me retire hacia a la sala de espera y los doctores entraron a la cuarto de inmediato. No volví a escuchar la voz de Ramiro sino en sueños. Mi hermano había dejado en claro la ausencia de funeral y ser cremado cuanto antes, aunque no fue preciso al indicar el destino de sus cenizas, decidí tenerlas conmigo hasta encontrar el mejor lugar donde esparcirlas.
 ¿Ramiro realmente había estado describiendo El campo? Mi razonamiento determinaba que sí, y mi cuerpo me comunicaba que aquel lugar al cual él hacía referencia era semejante al que yo había visitado. También se hizo presente el temor de pensar que lo que yo había vivido condicionaba mi interpretación acerca de lo que Ramiro había vivido, pero todo llevaba a que su “verde” beso de la eternidad era mi campo y que las nubes que yo no podía apartar para observar aún más el paisaje son las mismas que él había visto disiparse.

 Esa semana visité el campo nuevamente, pero con sensaciones más cercanas al placer, como si mi hermano me hubiese abierto el camino hacia una transición más fácil, como si el hecho de no llevar más en la espalda la mochila de su sufrimiento hubiese influido en mi manera de vivirlo. Lo que no podía lograr  era tener conciencia plena de lo que experimentaba en esos lapsos, lo que llevaba a todavía tener que depender de la memoria para reflexionar sobre aquello. Aun así pude recordar bastante más de lo que había recordado en las últimas veces, y bajo aquel manto de conciencia escribí lo que hasta el momento era la descripción más extensa de lo que El campo me había expuesto en una visita:

 A través de todos los colores y de ninguno a la vez, mi alma contagia los milagros que dispara el viento. Un espejo en la oscuridad profunda y en el fondo de esa inmensidad: un mar de lunas.

 Al instante recibí una llamada que me distrajo violentamente, era Eliana Martel, la ex esposa de mi hermano, se había enterado hace poco de la muerte de Ramiro. Estaba de paso por la ciudad y quería juntarse conmigo y hablar de lo ocurrido. A mí la idea no me entusiasmaba demasiado, había logrado despejar mi mente lo suficiente como para no querer revivir aquel pesar vivido hace pocas semanas. Ella fue contundente, me necesitaba para tener por lo menos una leve idea de los últimos días de su vida y una visión más completa de cómo había sido su partida. Tras escuchar sus claros argumentos supe que lo correcto era brindarle la información que ella necesitaba y accedí a tomar un café en un bar del centro con ella ese fin de semana.

 Sabía poco acerca de Eliana, Ramiro me había hablado de ella en escasas ocasiones. Conocía su trabajo profesional, sus adaptaciones de novelas al cine y de su material original que tanto reconocimiento obtuvo a fines de los noventa. A la hora de hablar de guionistas su nombre usualmente se hacía presente, aunque este hecho no afectaba mucho en la visión que tenía ella de sí misma. Tenía dos hijos con su anterior matrimonio, lo que había provocado que ella sacrificase gran parte de su tiempo de profesión para dedicarse cada vez más a ejercer de madre y dar clases en la universidad de La Plata.

 Cuando la vi lo primero que me llamó la atención era su altura, sus hombros equilibraban la totalidad de su cuerpo, la mayoría de las personas exigían que sus ojos desciendan pero su mirada no negociaba el horizonte. Entró al bar con pasos enormes, y, evadiendo mesas y mozos, se acomodó silenciosa en la silla que se hallaba vacía en frente mío.
 No fue un silencio incómodo. Emanábamos tranquilidad, sabíamos que la interpretación mutua de lo que había sucedido merecía respeto y requería de nosotros el coraje de desatar lentamente el dolor que habíamos almacenado en este tiempo. Ella fue la primera en desatar la primera cuerda:

-         -  ¿Sufrió mucho? – me preguntó con su voz.
-          - Fue rápido, hubo menos dolor de lo que esperaba. Los medicamentos se ocuparon de adormecerlo y la enfermedad se encargó del resto.
-         Presenciar el fenómeno de la muerte es algo que todavía no creo poder enfrentar y menos creo poder asistir voluntariamente a tal pesadilla. Se me vuelve impracticable el hecho de imaginar una oscuridad eterna, solo pensarlo me deja temblando. Me generas admiración. – su sonido estaba quebrado.
-         -  ¿Ramiro te habló algo de sus sueños? – disparé.
-         -  ¿Como?
-          - Si alguna vez te dijo con que soñaba, ¿nunca mencionó una experiencia onírica o algo por el estilo? –insistí.
-          - No logro recordar, creo que no. Solo se quedaba bastante tiempo acostado luego de despertar, escribiendo en un cuaderno. Puede que esos manuscritos te puedan responder.
-          - Desde hace un tiempo siento que recibo mensajes que vienen de otro lugar. Sueño repetidamente con un espacio neutral donde todo es distinto, un existir de energías en el cual percibimos una música eterna y hay manifestaciones visuales que nos comunican cosas. Es muy difícil explicarlo pero sospecho fuertemente que Ramiro experimentaba los mismos viajes desde un tiempo antes de la enfermedad. En sus últimos minutos de vida me habló de El campo, el mismo lugar que yo había visitado y los relatos de sus visiones se relacionaban con las mías casi como si fueran parte de un mismo paisaje.

Eliana escuchaba atentamente, jugaba con los cubiertos mientras yo le hablaba de mi contacto con lo desconocido. Era difícil saber si ella me tomaba en serio, levantaba la mirada cuando buscaba algo de información visual en mi rostro y se mostraba atenta. Yo tenía en cuenta que ella no necesitaba demasiado escepticismo para tomarme por lunático y yo era consciente de esa desventaja, pero sentí que mis confesiones provocaban en ella confianza.

-          - Un día el despertó distinto, como si el cuerpo no le pesase. Yo lo veía bien pero había algo translucido en él, una fragilidad impalpable. Esa mañana lo abracé, puse mi cabeza en su pecho, no había rastros de su corazón, no existía flujo de sangre alguno. Luego volví a dormirme. Después ese recuerdo se escondió en mi memoria como si fuese otro sueño intrascendente, supongo que con el tiempo el recuerdo se fue desenvolviendo hasta que hoy pudo renacer para encontrarse con vos.

 Sus ojos llorosos se quedaron en mi mente por unos días. Nos despedimos sin decirnos mucho más, en el aire que nos rodeaba solo había tranquilidad. Después de abrazarme Eliana me dio las llaves de la casa donde habían vivido con Ramiro y me indicó específicamente donde encontrar el cuaderno en el cual mi hermano escribía acostado en su cama la mañana. Sospeché que ayudarme era una forma de redención para ella, una manera de desinfectar su cuerpo de toda la culpa que le generó no haber estado en el momento más difícil al lado suyo.

 El viaje no fue largo porque el barrio no quedaba lejos, en el camino me pregunté en repetidas ocasiones la razón por la cual nunca los había visitado, habían convivido tres años ahí y yo no estaba a más de una hora de distancia. Me gustaría poder decir que al entrar a esa casa algo de la energía de Ramiro resonó dentro de mí pero no fue así. Sus muebles y cuadros parecían más bien el esqueleto de una vida muy parecida a la mía, en la biblioteca no encontré ejemplares ajenos a la mía, solo un libro que estaba ubicado primero entre todos: los ojos del perro siberiano.
Mientras subía las escaleras mi cuerpo empezaba a sentirse distinto, como actuando por inercia, mis piernas se movían sin seguir orden alguna, mis hombros chocaban con una humedad que cada vez se sentía más cerca y los labios temblando por alguna razón, tal vez por el amor.  De nuevo la liviandad, el pulso nulo, una música imperceptible y la mirada perdida. Me vi sentado en la cama, abriendo el cajón de la mesa de luz y palpando la suave tapa de un cuaderno verde que en su primera hoja me disparaba:


Nadie. El pasto me abraza, no hay después.           






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